Por el Obispo

Siempre me ha gustado el verano. Desde que era niño cuando salíamos de vacaciones de la escuela, con mi familia visitábamos el océano Atlántico, y siempre sentía la briza fresca del verano muy diferente a la vida rápida del resto del año. Recordando mis vacaciones de verano como niño, se nos daban dos meses de descanso para pasar de un año escolar al próximo y disfrutar la libertad que anhelábamos el resto del año.

Ya cuando crecí, especialmente durante mi sacerdocio, se convirtió mi verano en tiempo espiritual refrescante, un tiempo de retiro, y un tiempo de espera del paso del verano. La mayoría de mi tiempo de sacerdocio, el verano incluía un retiro espiritual en un monasterio, y una renovación de mi espíritu con tiempo amplio para la oración para ocuparme de “las cosas de Dios.” Tenía más tiempo de orar, de meditar en lo que Dios tenía para mí, y de descansar.

Una de las cosas que mis padres me recordaban al comienzo del verano era que no hay “vacación de nuestra vocación,” una lección muy incorporada en mí durante mis años de seminario, y que ha continuado en mi práctica religiosa: la oración, el ir a Misa, y nunca olvidar quienes somos como hijos de Dios. El tema de “no hay vacación de nuestra vocación” era un recordatorio constante que nos hacían nuestros padres y que nuestros directores espirituales también nos inculcaron. Esto nos dio un sentido de identidad que nos ayudaba a no sentirnos perdidos durante los dos meses sagrados del verano. Es interesante saber que, durante mi vida, he visto que esto les pasó a muchos de los que me rodean, ya sea amigos o compañeros: el verano se convertía en un tiempo de “vaciarse” de las prácticas espirituales de la fe, y cuando terminaba el verano, hacían un intento débil de regresar a ellas cuando llegaba el mes de septiembre. Teníamos la estructura de la escuela y de la Iglesia que nos recordaba una vez mas la importancia de vivir una vida sacramental, de regresar a participar en la Misa cada Domingo, y de cómo cada día debe ser marcado por la oración.

En mi vida como sacerdote y como obispo, no he visto que alguien que deja la práctica de la fe, aun por los dos meses del verano – y que ese alejamiento de la iglesia los haya hecho más felices. No he tenido nunca una conversación con alguien que deja su fe y dice, “soy mucho mas feliz ahora que antes cuando practicaba mi fe “fielmente.” Y la razón es que perdieron esa “conexión” entre ellos y el Señor y esto los deja con un sentimiento de vacío – algo que admiten si hablan con honestidad. He aprendido que nadie se ha sentido nunca más feliz cuando dejan al Señor – si no todo lo contrario: la garantía que tenemos es que, si alguien quiere encontrar la felicidad, siempre la encontrará si se compromete en actividades como ir a Misa, la Eucaristía, la Reconciliación, la oración daría, etc.

Viendo hacia el pasado, no recuerdo ninguna vacación de verano “triste”, y estoy seguro de que estando conectado con mi vida de fe tuvo mucho que ver con eso. Mi oración para ustedes es que, en medio del verano busquen la felicidad que solo viene a su vida viviendo su vocación durante sus vacaciones. Estoy seguro de que eso es lo que el Señor quiere para ustedes, y le pido que ustedes también quieran tener esa unión con Él.

Les deseo un feliz verano a todos.

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